Asociado para siempre a la música de Chopin, Arthur Rubinstein fue uno de los grandes intérpretes del compositor polaco durante la era del gramófono. Muchas de sus grabaciones todavía se consideran versiones de referencia por su refinamiento supremo, sonoridad deslumbrante, líneas de bel canto y un dominio del rubato que suena tan natural como la respiración. Rubinstein nació en Lodz, Polonia, en 1887 y no pudo tener mejores mentores: de las lecciones de Paderewski a la amistad con Ravel y sus actuaciones junto a Ysaÿe. Debutó en el Carnegie Hall neoyorquino en 1906 y se despidió de los escenarios en el Wigmore Hall de Londres setenta años después. Tras huir de una Europa devastada por la guerra, en 1946 obtuvo la nacionalidad estadounidense. A lo largo de una carrera tan dilatada, la forma de tocar de Rubinstein evolucionó inevitablemente: las grabaciones de los años 30 revelan un espíritu desenfadado, una contagiosa alegría de vivir y, en ocasiones, una imprudencia que no puede sino enamorar. Tras la Segunda Guerra Mundial, adoptó un estilo más pulido y refinado. Su discografía es casi inabarcable y abunda en registros duplicados de un repertorio que va de Chopin a Beethoven, Brahms, Schubert y Schumann. Murió en 1982, un mes antes de cumplir 96 años, después de una vida tan plena como quepa imaginar.