Pocas figuras de la música popular proyectan una sombra tan alargada como la de Bob Dylan (Duluth, Minnesota, Estados Unidos, 1941). Sus álbumes seminales de los 60 marcaron un antes y un después no solo en la música, sino en un paradigma cultural que llega hasta nuestros días. Desde el impacto revolucionario de The Times They Are A-Changin’ y sus himnos generacionales en 1964, Dylan contribuyó de manera decisiva a la idea de la canción como vehículo de expresión artística radicalmente personal. Un año después, su inesperado (y entonces polémico) paso a los instrumentos eléctricos desembocó en una de las trilogías esenciales de la historia del rock: Bringing It All Back Home, Highway 61 Revisited y el doble Blonde On Blonde. A partir de entonces, Dylan desafió las expectativas de una base de fans ante la que había adquirido el aire enigmático de los profetas, del country reimaginado de Nashville Skyline (1969) y el rock de raíces de sus grabaciones con The Band a la devastadora y ácida reflexión sobre el amor fallido que sirve de hilo a Blood On The Tracks (1975). Llegados los 80, Dylan era ya un artista de camino impredecible, capaz de grabar álbumes de fervoroso mensaje religioso para después regresar a lo terrenal entre ritmos reggae y colaboraciones con Grateful Dead. Gracias en parte a la atmosférica producción de Daniel Lanois, Time Out of Mind revitalizó su carrera en 1997 y al mismo tiempo devolvió su música a sus raíces en el blues y el country. Sus álbumes del siglo XXI reflejan una visión musical ya plenamente atemporal y un universo lírico que no deja de expandirse. El Premio Nobel de literatura que ganó en 2016 no hizo sino confirmar la importancia de un legado descomunal.