Lana Del Rey ha perfeccionado su don de construir álbumes conceptuales de pop alternativo que exploran y amplifican su propia mitología cultural. Con cada trabajo nos enamoramos de ella poco más y la conocemos un poco menos. Esto, por supuesto, es parte de su magia y su vigencia artística. Sus canciones difuminan las líneas que separan la ficción de la realidad y nos invitan a sumergirnos de lleno en una estética teatral entre la americana crepuscular, el cine negro de Hollywood y la nostalgia por la edad dorada de Laurel Canyon. Lo que una vez se vio como puro cálculo comercial es hoy aclamado como arte dramático. Hasta ahora, el escurridizo surrealismo de sus grabaciones hacía difícil separar a la artista de su creación. Sin embargo, algo ha cambiado en su introspectivo noveno álbum. Lana parece estar entreabriendo la puerta a su mundo íntimo, casi bajando la guardia. La primera canción, “The Grants”, es una referencia a su apellido real. A lo largo de reveladores monólogos interiores que suenan a poéticas notas de voz, regaña a sus hermanos, piensa en el matrimonio e imagina un futuro de maternidad y madurez. “Do you want children?/Do you wanna marry me?” (¿Quieres niños?/¿Quieres casarte conmigo?), canta en “Sweet”. “Do you wanna run marathons in Long Beach by the sea?” (¿Quieres correr maratones en Long Beach a la orilla del mar?). Esta vez, se mueve por un territorio lírico casi inédito en una artista poco dada a los detalles personales, con canciones que suenan fluidas y espontáneas y están producidas en su mayor parte por el habitual Jack Antonoff. Es posible que Lana haya decidido quitar capas a su personaje, pero si pensamos en la astuta imaginería de su catálogo, quizás debamos dejarlo todo a la imaginación. La única pista con la que contamos es el cartel con el que anunció el álbum en Tulsa, Oklahoma, la ciudad de su exnovio. Lana no tardó en poner fin a las especulaciones en Instagram con un escueto “es algo personal”.