Niccolò Paganini

Paganini era amante de la teatralidad, un intérprete nato que aumentaba el impacto musical de sus apariciones vistiendo de negro fúnebre su pálida y esquelética figura. Para acrecentar su aura mística, después de cada actuación, guardaba de inmediato sus manuscritos para asegurarse que nadie pudiera conocer sus secretos. Sin embargo, detrás de esta fachada, Paganini, nacido en Génova en 1782, era un artista muy serio. Sus 24 caprichos para violín, op. 1 (1802-17) constituyen un compendio invaluable de técnicas vanguardistas, que van desde los golpes de arco lanzados, hasta las contorsiones y múltiples paradas de la mano izquierda. No menos impactantes son sus seis conciertos para violín de estilo rossiniano, el segundo de los cuales, “La Campanella”, de 1826, presenta en el final unos armónicos centelleantes como campanas. A pesar de todo, el legado más duradero de Paganini fue su inversión de las normas interpretativas. A partir de entonces, diferentes intérpretes intentarían que incluso los pasajes más rebuscados parecieran sin esfuerzo, mientras que los movimientos lentos se meditarían largamente. Tras la muerte de Paganini en 1840, la música no volvería a ser la misma.